La cineasta Rebeca Chávez, a lágrima viva, me comentaba la noticia: “Murió Pablito”. No tenía más qué decir, sólo hay un “Pablito” en Cuba, y ella no comenzó a llamar a Pablo Milanés por el diminutivo de su nombre el otro día. Conoció al músico cubano en 1971, cuando un pequeño grupo de jóvenes castigados por cierta ortodoxia –Silvio Rodríguez, Pablo, Noel Nicola, el historiador Eusebio Leal y ella misma– fueron acogidos por Aída, la hermana de Haydée Santamaría.
Haydée, además de la presidenta de Casa de las Américas –“la casa que más nos ha ayudado a descubrir América y las muchas Américas que América contiene”, diría Eduardo Galeano–, fue una de las dos mujeres que participaron en el asalto al Cuartel Moncada de Santiago de Cuba, el 26 julio de 1953, a las órdenes de Fidel Castro. Los esbirros del dictador Fulgencio Batista asesinaron a los asaltantes que capturaron vivos, entre ellos a su hermano Abel Santamaría y a su novio, Boris Luis Santa Coloma, después de someterlos a espantosas torturas. Cuando Haydée se enteró de que aquellos jóvenes trovadores e intelectuales habían sido marginados por el sarampión ultra de la primera década de la revolución, golpeó con su sombrilla en el suelo y dijo: “Yo fui al Moncada para que estas cosas no volvieran a pasar nunca en Cuba”.
A partir de ahí es conocida la historia del entusiasmo progresista que despertaron en América Latina los músicos que armaron los primeros festivales de la “canción protesta” en Casa de las Américas, se nuclearon en el vanguardista Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC y fundaron la nueva trova cubana. El cosmopolitismo de aquellos artistas, que terminaron siendo los más conocidos de la Cuba revolucionaria, no impidió que se alimentaran con la trova tradicional, el feeling y el son, y que asumieran igual audacia a la hora de elegir temática o de enhebrar la voluntad poética con el lenguaje cotidiano.
“Pero Pablito también es el cine”, murmuraba Rebeca por el teléfono. Y efectivamente, las películas cubanas tienen una deuda impagable con Pablo Milanés, que murió en la madrugada del martes en Madrid a los 79 años y que pertenece a la lista de autores que pusieron su creatividad, su inspiración y su heterodoxia al servicio de la industria cinematográfica cubana que no sé qué sería sin Leo Brouwer, Pablo, Silvio, Sergio y José María Vitier…
Y sí, la música de Pablo es patrimonio cultural de una nación, pero existe, a la vez, como una experiencia individual, íntima. Para quienes nacimos después de 1959 no hay recuerdos que no viajen con la voz del autor de Yolanda. De su timbre cálido y perfecto salían los arreglos más disímiles: un ensayo de José Martí, un poema de Cintio Vitier, himnos que se repetían en todas las marchas del Primero de Mayo, canciones de amor y desamor, letras propias y ajenas, de sabor popular o que daban vueltas sin mucha fortuna hasta que Pablo las incluía en un disco o en un concierto. Con todo eso se han armado los retazos de la memoria de mucha gente en más de medio siglo. En Cuba no hay nada que compita con la inmediatez del recuerdo asociado a una canción de Pablo Milanés, a excepción quizás de ciertos sabores y olores de la infancia.
Pablo ha muerto y nos dicen que él era un símbolo del desencanto, como si la vida de un trovador tan prolífico y esencial que se ha desdoblado en la emoción de millones de personas se pudiera reducir a una sola palabra, tan reseca como una mariposa clavada en un alfiler. Como si este sentimiento de pérdida que ha consternado a toda Cuba y que contagia las lágrimas de Rebeca Chávez no tuviera que ver con el encanto de la música y las ilusiones que Pablito inspiró en este país.