Aprovechando el lanzamiento de su nuevo álbum, Renaissance, a mediados de julio Beyoncé se estrenó en TikTok. Por lo pronto, ha subido todo su catálogo a la plataforma y ha compartido un montaje de vídeo de varios fans danzando Break My Soul, su último sencillo. En menos de dos horas superó la barrera de los tres millones de seguidores. Pero, al igual que en su Instagram (con 269 millones de followers), no sigue absolutamente a nadie. Ni siquiera la cuenta de Ivy Park, la firma de ropa deportiva que fundó en 2016.
A estas alturas, nadie espera que vaya a protagonizar bailes virales o persuada a su familia para participar en el reto tiktokero de turno. En realidad, su renuencia al exhibicionismo online la convierte en una rara avis entre sus compañeras de profesión. Nadie sabe quiénes son sus amistades más íntimas, cómo ha vestido el interior de sus numerosas propiedades o a qué dedica el tiempo libre fuera del estudio de grabación o los escenarios.
A diferencia de la Madonna actual, que no sabe vivir sin Instagram, o de Doja Cat y Azealia Banks, quienes se suman a cualquier polémica ante el escrutinio de su cada vez más menguante núcleo de fans, Beyoncé sigue una estrategia completamente opuesta. Guste más o menos, mantiene vivo ese halo de misterio, casi inescrutable, que caracterizaba a las grandes estrellas antes de la eclosión de las redes sociales. Pese a ser una celebridad archiconocida en todo el mundo, su día a día es tan ignoto como el de Enya o Kate Bush. Solo desvela al público aquello que le interesa.
“Estoy agradecida de tener la capacidad de elegir lo que quiero compartir. Un día decidí que quería ser como Sade y Prince y centrarme en mi música, porque si mi arte no es lo suficientemente fuerte o significativo como para mantener a la gente interesada e inspirada, entonces estoy en el negocio equivocado. Mi música, mis películas, mi arte y mi mensaje deberían ser suficientes”, aseveró el pasado año en Harper’s Bazaar.
En esas mismas páginas agregó: “A lo largo de mi carrera he procurado establecer límites entre mi imagen laboral y mi vida personal. De hecho, mi familia y mis amigos a menudo olvidan mi lado más bestia en tacones de aguja hasta que me ven actuar. En este negocio, gran parte de tu vida no te pertenece a menos que luches por ella, así que he luchado para proteger mi cordura y mi privacidad porque mi calidad de vida depende de ello. Gran parte de lo que soy está reservado a las personas que quiero y en las que confío. Los que no me conocen podrían interpretarlo como que soy esquiva, pero la razón por la que esas personas no ven ciertas cosas de mí es porque mi trasero de Virgo no quiere que las vean… ¡No es porque no existan!”.
Esta barrera tan marcada entre la persona y el personaje no es ni mucho menos reciente. La ha ido levantando, paulatinamente, desde 2003: tras el éxito masivo del sencillo Crazy in Love, y su LP de debut Dangerously in Love, se percató de que podía tener muchísimo más éxito en solitario que bajo el yugo de Destiny’s Child, la girl band que lideraba en los noventa. “No quiero hacerme adicta a la fama porque, cuando deje de ser famosa, no sabré qué hacer, pareceré desesperada y perderé la cabeza”, afirmaba en aquella época a Rolling Stone.
De todas formas, el mayor punto de inflexión aconteció en marzo de 2011. Tres meses antes de que el álbum 4 llegara a las tiendas, despidió a su primer y único mánager hasta la fecha: su padre, Mathew Knowles. “Cuando cumplí 18 años y empecé a manejar más mis asuntos, él entró en shock. Tuvimos nuestros problemas. Yo decía ‘no’ a algo, y él lo reservaba de todos modos. Entonces tenía que hacerlo porque quedaba mal si no lo hacía. A veces nos peleábamos. Tardó unos dos años, hasta que tuve 20, para que se diera cuenta: ‘Oh, ahora es una adulta, y si no quiere hacer algo, no puedo obligarla a hacerlo’», confesó en el documental de 2013 Life Is But a Dream, estrenado en HBO.