“Amor eterno”: festejan a madres en panteones de Morelia

Aun cuando la ciudad luce más vacía que en otras fechas, la gente se ha volcado a los camposantos para festejar a las mamás en su día.

 

Acento News

 

Desde la avenida Francisco J. Múgica el movimiento es inusual: los coches se atascan y van más lentos de lo común, aun cuando no haya tanto tráfico como en otros días. Los puestos de flores y comida sobresalen en el paisaje, unos policías aquí y allá orientan el tránsito y buscan impedir que algunos impacientes se brinquen las vallas.

Tan pronto uno entra en el perímetro del Panteón Municipal, se da cuenta de que hay música, pero ¿de dónde proviene? Algunas personas traen consigo grabadoras y, más allá, al fondo, hay un conjunto de música norteña. Hay bonches de flores, de 80, pero también de 150.

  • Buenos días, ¿usted de dónde viene? “De aquí de Morelia, de las Tijeras”.
  • ¿Viene a ver a su mamá? “A mí mamá y a mi papá, aquí están los dos juntos, como estaban cuando vivían. Allá también está una hermana”, expresa un señor de unos 50 años.
  • ¿Hace cuánto que falleció? “¿Mi mamá? Ocho años, ¿mi papá?, unos quince”.

No dice nada de su hermana.

  • No tiene tanto lo de su mamá. “No y aparte ella era la que nos apoyaba, se le extraña.
  • ¿De qué falleció? Por la edad, ya estaba enferma.
  • ¿Me puede dar su nombre? Julián Pérez, servidor.

Parece como si fuera a llover, aunque en estos días no se sabe ya si es el smog o la temporada de lluvias que amenaza con volver. De cualquier modo, la estampa es perfecta: unos ríen y otros lloran, en algunos casos es como si fuera una fiesta. De frente, todo derecho, entre las tumbas, están bailando al ritmo de “Con zapatos de tacón”.

 

“A mí mamá le gustaba”, le comenta un señor a una muchacha. “¿No quiere bailar?”, invita un tipo de sombrero y camisa naranja a una señora de unos 45 años. Amablemente, con una sonrisa en el rostro, declina la invitación. El grupo sigue tocando. “¿No quieren una canción?”, pregunta el de la guitarra.

 

En el caso de esta familia, en una especie de picnic sobre un sepulcro, una joven de unos 16 años acomoda un ramo de flores en las oquedades, mientras que un niño y una señora le dan una mordida a sendas tortas de jamón.

  • ¿Viene a ver a su mamá? “Dios no lo quiera, la boca se le haga chicharrón. Vengo con mi mamá a ver a su mamá, mi abuelita”.
  • ¿Hace cuánto falleció? “Hará dos años, en la pandemia”.
  • ¿Fue por la pandemia? “Quién sabe, en el hospital le pusieron que sí, pero estaba ya muy viejita, tenía 95 años y tuvo complicaciones”. “Sí fue por el virus”, tercia una señora que va llegando, que debe ser la madre. “Pues eso dijeron, pero quién sabe”.
  • ¿Me puede dar su nombre? “Mi nombre; no, para qué”.
  • Es para una nota. “Así está bien”.
  • Una foto. “No”.

La chica se tapa la cara.

El panteón está henchido en este rincón, se diría que la temporada de lluvias se adelantó aquí y que al verde apagado y casi gris del mármol le salieron manchas de colores: flores, alimentos, tesituras de la ropa, incluso bolsas de plástico. Allá, un viejito está de pie frente a una lápida, los brazos cruzados, como en reflexión.

 

Algo vibra en el aire, los pasos se adentran más. La figura está viendo hacia abajo. Tiene lágrimas en los ojos y un rebozo negro ciñendo su cabeza, su falda es larga y los zapatos bajos también de color obscuro. La señora –de unos sesenta años de edad– le pide a un muchacho que le suba un poco más el volumen a la grabadora.

 

La letra es totalmente reconocible: “Tarde o temprano estaré contigo/ Para seguir amándonos”. La versión de Juan Gabriel, no la de Rocío Durcal. Aun cuando podría decirse que es un cliché, uno no puede evitar ni el estremecimiento ni que la piel se le enchine al contemplar la escena. Perturbarla sería imperdonable.